Ni democracia, ni libre comercio, ni derechos humanos, la Nueva Rusia fue un mero simulacro, revelado con crudeza en la operación Ucrania.
Quienes vieron la vieja Rusia pre-Gorbachov entendieron perfectamente por qué cayó de improviso el Muro de Berlín: lo que había al otro lado era una mera fachada de un régimen dictatorial, corrupto e incapaz de generar desarrollo económico para la población. Nadie hizo caer la Unión Soviética. Se hundió sola por su solemne ineficacia. A finales del siglo XX, las calles de Moscú estaban iluminadas por bombillas de habitación, la población vivía pobre y atemorizada y solo los líderes del Partido Comunista y el Ejército disfrutaban del caviar en los decrépitos hoteles de la capital. El visitante debía acudir a los túneles del metro cerca de la Plaza Roja para cambiar sus dólares en el mercado negro por rublos de viejo papel que se deshacían en la mano.
Asistí en Moscú al encuentro Reagan-Gorbachov que marcó el principio del fin de la Guerra Fría, que ahora vuelve con toda su crudeza. Gorbi viajó también a Washington y Nueva York para consagrar el deshielo. Parecía posible una integración rusa en Occidente y sus principios. Pero el aterrador movimiento de Putin sobre Ucrania nos ha devuelto al principio de realidad. Nada cambió en Rusia. Con Yeltsin y su sucesor el sistema soviético volvió a donde estaba: dictadura, economía oligárquica y uso de la fuerza como método de mantener el régimen.
Las sucesivas e ilimitadas elecciones de Vladimir Putin como líder del país han ido dejando claro que el modelo de elecciones libres carecía de base. El grupo dominante-anclado en la vieja burocracia del Partido y en los servicios de la KGB –imponía a su líder dentro de un sistema basado en la corrupción de las élites. Yeltsin se encargó de desalojar a Gorbachov, pero su inestabilidad y progresiva mala imagen le hicieron ceder ante la sombra del operativo de los servicios secretos, colocándole a Putin como sucesor. Su buen trabajo como guardaespaldas del alcalde de San Petersburgo, le sirvió a Putin de carta de presentación. La élite del poder podía confiar en él. Discreto, eficaz, implacable. Nadie osaría entrar en el sanedrín de la élite que empezaba a configurar el modelo de los oligarcas. Nada de libre mercado. Mero usufructo de los bienes del Estado por los personajes que ya dominaban el sistema para travestirlo de economía de mercado, pero sin perder un ápice del control.
El ‘Grupo de los siete’ sufrió un ligero cambio con la llegada y consolidación de Putin. Mikhail Khodorkovky fue encarcelado y luego exilado. Otro dos más, Boris Berezovsky y Vladimir Gusisnky fueron obligados a establecerse fuera de Rusia. Este último se aparcó en la Costa del Sol. Quien se encargó de vigilarles y en su caso apartarles no fue otra que la KGB, la estructura oculta del régimen soviético, de la que Putin se convirtió en su vértice y con cuyos miembros formó su red de poder. No están en la misma las Fuerzas Armadas, aunque colocó al frente de las mismas a un fiel (no militar) como ministro de Defensa, Sergei Shoigu, responsable máximo de la invasión de Ucrania.
El desmembramiento de la Unión Soviética y la semilla del patriotismo son la base ideológica del movimiento de los funcionarios de la KGB que vieron peligrar su estatus con la caída del régimen comunista y que actuaron solidariamente para reconquistar el poder y mantener esa dualidad tan típica de los servicios secretos. Darle al régimen un nuevo aire de apertura y modernización, pero mantener a toda costa su puño firme sobre la política y sobre la economía. Ni democracia abierta, ni libertad de mercado. De puertas afuera, se jugó con los Estados Unidos y Europa para conseguir un intercambio de bienes que permitiesen el crecimiento de la economía rusa, pero siempre bajo control del “Estado oculto”, conformado por el sanedrín de los oligarcas.
El grupo que con Putin dirige la nueva Rusia soviética lo conforman el citado ministro de Defensa Shoigu, el secretario del Consejo de Seguridad Nacional, Nikolai Patrushev antiguo jefe de la Inteligencia interior, y el antiguo viceprimer ministro y actual presidente de la compañía de petróleos Igor Sechin. Es el núcleo duro, en el que no entran otros de los oligarcas que puedan tener veleidades liberales o dudas sobre una operación tan compleja y arriesgada como la lanzada en Ucrania. Putin debe estar mirando ahora con cierta desconfianza a algunos de los miembros de la elite económica, como Roman Abramovich que ve cómo se le escapan el Chelsea y sus bienes en los Estados Unidos. Mikhail Fridman, que controla el grupo de alimentación DIA, presidente del grupo Alfa es uno de los oligarcas que viene ya del periodo Putin y que ha puesto reparaos a la invasión. Como tambien ha pedido que termine lo antes posible esta guerra el rey del aluminio Oleg Deripaska. Sin duda mucho más realistas que Putin al estar al frente de negocios que se van a resentir fuertemente, sus dudas o su oposición difícilmente ganarán la oreja de Putin anclado en un nacionalismo exacerbado para justificar la “recuperación de la gran Rusia”.
Encerrado con su pequeño círculo de fieles, Putin no dará su brazo a torcer, acelerando al tiempo el riesgo de un colapso económico de la nueva Rusia que nos devuelva a las escenas de los cambios de rublos en el mercado negro y la pobreza en la que degeneró el régimen comunista. En palabras de Anatol Lieven, autor del libro ‘Ucrania y Rusia, una fraternal rivalidad’, la combinación de ultranacionalismo y el férreo control económico de las élites presagian una batalla hasta el final.
Las versiones de que serán los miembros de la elite económica los que dobleguen a Putin ante el colapso económico del sistema no acaban de solidificarse por varias razones. La principal es el chantaje del régimen a los propios oligarcas, que solo mantendrán sus bienes si están dispuesto a seguir la línea Putin. De lo contrario le espera la confiscación, el exilio o hasta el envenenamiento. La otra clave es el creciente pensamiento a favor del modelo chino para asegurar la pervivencia y desarrollo de un modelo comunista de éxito. Si Pekín lo ha conseguido, porque no Rusia. Realmente es el camino perseguido en la sombra por el régimen post-Gorbachov, que ha estado camelando a Occidente sin hacer ninguna reforma interna ni cambiar de ideología. Rusia busca recuperar su imperio perdido, conquistar el granero y la eficaces fabricas ucranianas, y después intentar saquear Hungría, Polonia, los Bálticos… y el resto de los países que el acuerdo de Yalta dejó bajo la dictadura y la ineficacia económica de los soviets.
El tenebroso juego del dominio y el expansionismo nunca se ocultó del todo, pero los países democráticos apostaron, sobre todo Alemania, por una vía de acercamiento, confiando en la consolidación democrática de Moscú, que solo fue fachada y nunca llegó a concretarse. Ahora el sanedrín de los oligarcas ha apostado por ganar territorio. Putin solo es su cabeza más visible. ¿A dónde les conducirá su ambición? Por ahora a la guerra. Mañana sabremos si era una estrategia de locos o si se han comido el mundo.